Hoy, segundo domingo de Pascua, leemos Hch 5,12-16, que nos cuenta los primeros pasos de la vida apostólica de la Iglesia en un curioso claroscuro: nos dice que la gente hablaba bien de los apóstoles, que esperaban el paso de Pedro para que siquiera su sombra los tocara y curara, que acudía gente de todas partes para verlos y ser sanados. Y allí uno esperaría que todos esos “beneficiarios” de la salvación se convirtiesen en discípulos, pero no: si bien sí “crecía el número de los creyentes”, la gente no se atrevía a juntárseles… no es para menos, teniendo en cuenta cómo había sido tratado el fundador y maestro del grupo.
—Qué admirable todo lo que ocurre por su mano…
—¿Quiere ser de los nuestros?
—No, gracias.
En estos días se ha hablado muchísimo de Francisco, lamentablemente tan maltratado por muchos católicos. Y cuando cualquiera afirmaba cómo fue elogiado y bien visto fuera de los límites de nuestra Iglesia, le contestaban: “claro, pero ¿se convirtieron? ¿a cuántos trajo a la fe?”
Sinceramente no sé a cuántos trajo a la fe, muchos, pocos, creo que es imposible tomar una medida de ello, pero parece que a los Hechos de los Apóstoles les habría bastado con ver ese curioso fenómeno de los apóstoles repartiendo salvación a manos llenas, a quienes quisieran recibirla, se convirtieran luego o no…
Hay, por supuesto, una responsabilidad nuestra en tratar de atraer a la fe, ser misioneros para incluir, para llegar al bautismo, porque en nuestra fe el beneficio llamado salvación no es sólo puntual, no es una felicidad momentánea ni una curación, sino la entrada a una relación nueva con nuestro Señor.
Pero la salvación tiene también otros canales, misteriosísimos y más sutiles: puede circular entre los hombres aunque momentáneamente no se haga confesión explícita. Esa salvación, esa sombra de Pedro que se extiende en la ciudad, es también germen de nuevas confesiones. No sabemos cuándo brotará, pero cuando la vemos, como la hemos visto en la actuación de Papa Francisco, secretamente los cristianos podemos estar de fiesta: Dios ya está aquí, fuera de los muros del templo, aunque ellos no lo sepan.